Cuando en marzo de 2002 dijimos vivir «el desolado tiempo de la prosificación de la poesía», implicaba esta frase, en tanto posicionamiento crítico, una delimitación conceptual. Ardua, anfractuosa por cierto, quizás como la de ninguna otra especie artística. A través de los siglos, tanto ha intentado la poesía aprehenderse a sí misma –esto es, autodefinirse– cuanto ha sido objeto de innumerables tentativas de caracterización por parte de disciplinas colaterales: filosofía, poética y gramática (desde la Antigüedad), estética y filología (a partir del siglo XVIII), lingüística y modernas ciencias del lenguaje (a partir del XX). De tan variada profusión pretende dar una breve muestra la presente página, mostrando a la vez en qué se basa y a qué se opone nuestra propuesta.
Si se reflexiona sobre un arte, o, más precisamente, sobre sus elementos constitutivos, ha de procederse, a partir de un mero inventario y en un grado de exigencia creciente, a una prueba de exclusión, para determinar cuál de esos elementos le es inherente, es decir, de cuál no puede prescindir, sin dejar de ser lo que es. Al preguntar, por ejemplo, cuál es el elemento en verdad constitutivo del teatro, qué constituye la esencia de una obra dramática, podrá pensarse en principio en la trama, en el texto de la obra, en la escenografía, en los efectos de luz y sonido, etc., pero pronto se comprobará que todos ellos son prescindibles, aun la palabra –como lo muestran numerosas experiencias teatrales del siglo XX–, no así la existencia de personajes que participen de una acción sobre un escenario –aunque sea éste ‹virtual›, en tanto «escenario interior» (Wickert) del oyente o (tal vez mejor) simplemente acústico, como en el caso extremo del Hörspiel (pieza radiofónica)–. Del mismo modo, lo que gravita de un modo determinante en la prosa (narrativa: sea el cuento, fantástico o maravilloso, la novela mayor –aquélla de gran envergadura, en que un ‹héroe› o ‹antihéroe› dirime un conflicto con su mundo circundante–, sea la novela breve), es siempre el rasgo diegético, la narración de una historia. Esto es así aun a contrario: por ejemplo, allí donde el relato se remansa en descripción (lugares del relato ‹clásico› de alto valor connotativo, pero que apuntan en última instancia a la diégesis) o insiste en negarse, en ausentarse sumergiéndose en la morosidad de un puntillismo descriptivo, cuya tensión crece precisamente en la medida en que persevera en negar el acontecimiento (‹nouveau roman›), o simplemente se complica, enrarece y prolifera mediante una amplia gama de procedimientos (monólogo interior, corriente de conciencia, etc.). Puede el narrador prodigar metáforas (elemento connatural de la poesía) y labrar aquí y allá su relato con diversas figuras de dicción: no por eso estará el conjunto menos subordinado a las leyes sintáctico-discursivas que rigen el despliegue de una historia. De manera semejante, bien podemos considerar el pasaje en que el espíritu de la tierra responde a quien lo invocara, con los versos: »In Lebensfluten, im Tatensturm…« («En las mareas de la vida, en la tempestad de los hechos…») como uno de los lugares poéticamente más logrados de Goethe, pero por tal motivo no dejará Fausto de ser lo que es: una de las grandes tragedias de la cultura occidental. No otra cosa ocurre con la poesía –la poesía por antonomasia, la lírica, se entiende–: aunque un poema contenga elementos narrativos, nunca serán éstos los determinantes de su calidad de poema, sino que estarán cumpliendo otra función. De lo que nunca habrá de prescindir el poema –so pena de dejar de serlo – es de una vocación reveladora, operada por la metáfora, y del ensimismamiento de una palabra labrada según principios de recurrencia (válidos para todos los factores concernientes al cuerpo sonoro del verso: desde la aliteración al ritmo). En virtud de estas simples disquisiciones, no es difícil darse cuenta de que el concepto de poesía sólo puede acotarse en el marco del problema de los géneros, partiendo inevitablemente –a contracorriente de gran parte del post-estructuralismo–, de la aceptación de su existencia. Consecuencia inmediata de este aserto: no hay, digamos, un ‹texto Borges›, como no hay un ‹texto Goethe›; hay un Borges narrador, un Borges poeta, un Borges ensayista, un Borges traductor, etc. Y, ¡atención!: muy habitualmente encontramos apreciabilísimas diferencias de valor literario, en los productos de estos diversos ‹sujetos genéricos›. A Goethe se le consagra el predicado »Dichterfürst« («príncipe de los poetas»); como con el término Dichter (poeta), la lengua designa, en sentido lato, al ‹autor de una obra de arte lingüística›: ¿quién habría de negarle al ‹olímpico› alemán su título, dado el vasto y genial espectro de su producción? Pero, como lírico, ¿puede ser legítimamente considerado la figura más significativa de las letras alemanas? –Creemos honestamente que no. Las «Definiciones históricas de ‹poesía›», que pueden leerse en el panel lateral, invocadas desde el menú «Alegaciones», muestran desde cuántas perspectivas, de mayor o menor amplitud, preclaros autores han intentado fijar su contorno. Más acá de toda definición, no obstante, es evidente que el poeta se posiciona desde un principio de una manera básica y radicalmente distinta ante el lenguaje que el narrador o el dramaturgo: maneja la palabra y su fluencia, antes bien, como el pintor el color-valor y la línea. Esta cualidad reflexiva de la instrumentación de una palabra vuelta autónoma, parece corresponder a su más íntima naturaleza. Y precisamente en ese sentido sean quizás las clásicas formulaciones de Roman Jakobson las más ilustrativas y adecuadas para comprender su funcionamiento y demarcar su ámbito. En las «Réplicas», voces asimismo ilustres, contradicen de manera franca y frontal nuestra propuesta y sus alegaciones. Significativamente, en gran parte de ellas, el contorno de la poesía, más que fijarse, parece diluirse, difuminarse (por ej.: «…hasta el suspiro, el beso, que el niño poetizante exhala profiriendo un canto ingenuo», dice Schlegel); y son precisamente estas voces, las que han determinado el cauce, el curso y el carácter de lo que muchos de nuestros contemporáneos entienden por lírica…