Bajo las cuerdecillas albas
de la intemperie
alumbra
la ninfa trémula de la palabra
suspendida
en la letanía cálida del silencio
celada
en el cofrecillo remoto
de fina penumbra:
un pequeño espíritu tejido
de vigilia vasta
tendiéndose leve
a ser deshilado.
Aosta, 26 de febrero a Rosario, 2 de agosto de 2003.
A Sandro, hermano y yunque.
Estas almitas de fuego
aherrojan en la sombra,
en sus ánforas estuosas,
las harpías que hacen ronda.
Traen luz al asceterio
y el abrigo viejo, la horma
blanda del paño del sueño.
Rosario, 7 a 11 de julio de 2003.
A Héctor A. Piccoli y a su “Lluvia sinfónica”.
La gota que cincelas es, maestro,
en el pulcro vasillo, en tu morada,
la prístina, la forma más sagrada,
la cuerdecilla arcana de tu cestro.
Acomodando al agua tu cabestro,
ciñes la altura tersa, la alborada
donde tejes la música apurada
que, con orden secreto, esparce el estro.
Es de perseverancia la caída
de estas gemitas leves, de esta brizna
que de variadas voces hace un coro,
hasta esculpir vasijas en raída
piedra. ¿Será la casa de llovizna
y este gran desamparo tu tesoro?
Rosario, 11 a 14 de julio de 2003.
A Matilde, perpetua.
Tus manos afinadas
en la pradera incesante
gemada de fábulas
eran falanges apuradas
de araña minuciosa
vistiendo el abismo
con la seda inviolable
de la pobreza
o el arco disolviéndose tenso
en el encordado del canto evanescente.
-Es mi música muda de hiladora-
parecías murmurar,
mientras ejercías el misterio
de esa geminada faena
que demora el tiempo,
inextinguible manto
en el que se enhebra
el campo de trigo
donde el viento te mecía
con tus ángeles crispados
en la cesta:
el paisaje encantado
sobrio de la belleza.
Aosta, 19 de abril a Rosario, 2 de agosto de 2003.