Candelabro y recuadros en el barro,
el psicopompo atiza martingalas,
la ínfula ardida del arcén exhala
el enigma del alma en un guijarro.
Atina entonces un trombón bizarro
a ensordinar los ayes del que jala
de sí mismo, cabito de luz mala
lastrándole a Caronte el despilfarro:
se aleja así, deslíe y rememora
el tacto exacto y turbio de las horas
en que injerto, abúlico, pendiente,
sentía el vacío entre los dientes
y el virtüal rasguido desde dentro
como un mar primordial buscando el centro.