En el jardín bajo los saúcos, entre zarcillos de
hiedra,
en lo hondo oculta está una antigua fuente.
Los manantiales se ahogaron en la verde piedra,
hechos raigambre y lodo en estas semanas de julio ardientes.
Un olor algo acre a gas sube de la negra hondura,
y a veces una voz, como mujeres que cantan;
de no saber que allá abajo duerme sólo podredura,
donde el tritón y el sapo, entre muros, fantasmales saltan,
temería uno acaso, en el aire inmóvil del verano,
estirarse desnudo sobre la hïerba.
Mas meten sus narices finas los muchachos
hacia abajo en el hoyo, y pescan con cobrizas cazuelas
las salamandras: las de las manchas de encendido rojo
en el vientre esmaltado negro oscuro; haciendo que por varas
de avellano suban, bajen, los ojos de oro
contemplan con asombro, todos sus caprichos descargan
en ellas, y por fin las encierran, con hojas y moscas muertas,
en frasco de conservas. En casa, las hermanas
ven a las salamandras –rodeando el hallazgo con sorpresa–
como en nidos de broza a aves muertas encorvadas.
Brillaban apagadas las estrellas de oro,
bizquêaban en los flancos las verrugas rojas,
como en broches viejísimos, rubíes llenos de polvo;
sólo una fluctuación suave agitaba las aguzadas colas.
De una ventana el frasco corrieron perplejos luego al rincón,
donde una luna pálida fluía de oscuros abetos,
y se cubrieron con el edredón,
y se sobresaltaron vez tras vez, saliendo de extraños sueños.
Como lleno de sangre vieron brillar el frasco,
y en el medio de él nadar las salamandras;
sobre colas gigantes cabalgando
con voces belicosas y brava música de marcha.
Con ávidos mordiscos, dientes de tiburón
y el veneno de víboras, prendían cuerpos humanos,
y ya echaban mano a los rostros en cada almohadón,
que de la torre más alta saltaban por miedo hacia abajo.
Quedaron en el brillo de la podredura allí hasta el alba,
por bulbos y gusano invadidas.
Y osamentas las aguas remojaban
en fragor de tormenta y lluvia de cenizas.
Sólo al brillar el sol matinal se disiparon
los miedos y los malos, nocturnales fantasmas.
Y los turbados ojos infantiles se alzaron
al frasco entre las flores sobre la ventana.
Tendidas a lo largo, acurrucadas en turbio cieno,
las pobres salamandras en gris estaban congeladas.
Y eran como esponjas sus perforados cuerpos,
ningún aliento más ya por los poros silbaba.
Caía, en ocasiones, de los geranios en los tiestos,
un pétalo de oscuro rojo, hacia el frasco debajo.
De las testas inmóviles se alzaba entonces un siseo,
y los ojos volvían poco a poco a verse animados.
Un crïado demente y con mutiladas piernas
de la fuente al frescor las volvió oscuro;
bailaron retozonas en las verdes, despedazadas piedras,
y en la negra piel brillaron de nuevo los carbunclos.