Cuando los ungüentos cáusticos y el té amargo
ya de nada sirvieron y seguía la sarna
corroyendo, una tarde lo arrojaron al lago,
con una bala dentro de su cráneo alojada.
En el interïor del corazón, suave, un tono
estaba aún despierto, y emergía.
En la luna las cañas, de amapolas su rojo,
y fatigando al viento el largo curso del día.
Aun el griterío de ranas cesó al punto,
cuando pasó flotando el hirsuto y negro cuerpo.
Y los peces, la tenca, la espinocha, el siluro
se alzaron desde el cieno.
Muchas noches marchó un tropel extenso
de ratas tras el alma del perro aturdida.
Mas para las glotonas estaba aún tibio el cuerpo,
aunque en los ojos sólo blanco y vacío había.
Cuando la luna nueva, fría y negra cual cuervo,
como un inflado saco sobre el agua yacía,
en el cuerpo del perro expiró el pulso postrero
y una pila de hielo flotó al naciente día.
En la raigambre halló por fin de las altas cañas
el perro tambïén su fondêadero,
y la áspera arena y las algas
no dejaron en pie nada que el recüerdo
de un perro pudiera trâer a hombre y animal.
Clavó un lirio de agua de la raíz el diente
en la carne, y a nadie quiso cederla más.
Y las flores flotaron en la inmóvil corriente
como el cuello de un cisne, y el mundo olvidó
que también animales resucitan
de la carroña en el negro montón,
y con olor de flores por las piezas transitan.