Porque un día en el bosque, en primavera,
hasta sus ojos la colmena alzó,
distinguïó muy tarde la afilada grieta
de la trampa, que en torno del cuello se cerró.
La hierba se volvió, por los gritos de dolor,
como ceniza, dura y negra. Todo el día
bramó, la noche entera, creyendo que ya no
seguiría, vencido, más con vida.
En su angustia mortal, se ocultó a rastras
en la maleza; allí fue el ronquido tan intenso,
que lo oyó un cazador, que a hurtadillas se acercaba,
y llamó a sus compañeros.
De miseria el montón pardo en la hierba
no sintió cuán férreamente
ya rodêaba sus zarpas la cadena,
y el cuello el remanente.
Lo despertaron golpes de látigo a los gritos;
perplejo, él en círculos giraba;
si de noche era no sabía o del sol el brillo
lo que nublaba todo en su mente y atontaba.
Como un enorme sapo se veía al brincar,
cruzando la ciudad en el convoy de los carros.
Tanto no lo hostigó un paso jamás,
como en los adoquines lisos de aquí, aplanados.
De la calle en el fango una honda huella dejó
de piel y sangre,
y cuando finalmente se enteró
de dónde terminaba el viaje: en adelante,
ni un solo sonido salió de su garganta.
Con aparejo lo alzaron y cuerda,
cual pila de madera a la sala
de calderas. Y cuando con ira a dïestra
golpeó y a siniestra, ya en la candente reja
sintïó, cómo desde su sangre la que gris
frigidez cadavérica füera,
se tornaba, lanzándose, en ardor febril.
Con silbato y al son de los tambores
comenzó el danzante adiestramiento,
y el chasquido de látigo, bramando en dolores,
centuplicó el tormento.
En sus zarpas pendía carne viva
hecha jirones, negra, cubriendo con hedor
de regocijo infernal vocería,
que con esta crueldad se embriagó.
Y cien veces gozó, mil veces,
inhumana naturaleza,
con la tortura de esta danza repelente,
con esta pobre criatura indefensa.
En su cerebro quedó sólo esto,
y eliminó, quemando, los pasados.
Sentía que su suerte jamás le habîa dispuesto
ver verdecer su vida en un bosque. Trotando
mudo de pueblo en pueblo, con la gaita bailaba,
con chasquido de látigo y de tambor el son,
en todos los mercados ante la chusma humana,
rostro del mundo en mísera desintegración.
Con mano infantil a veces acariciaba
la compasión su pelo repleto de pïojos
y sentîa, como desde una tierra extraña,
olor y aliento, extraños y curiosos.
Y como también viera en sus ojos, acaso,
a la lágrima fulgurar,
a un zarzal se lanzó, llorando,
y entre hombres ya no quiso andar jamás.