En la luz amarilla, que de montes chorrêaba
como masa cobriza, cruda, de las retortas,
hasta que hedionda y negra la hierba allí se ahogaba
en calma que hace al ágave guijarro y agosta:
de dromedarios una recua dormía inquieta,
de sus bocas pendía el aliento hinchado
de espuma, que al zarzal de la parda pelambrera
segaba, el largo cuello dejando abrillantado.
El vacuo día hasta el corazón sentían,
con su monotonía tibia y silencio largo.
Por qué se estaba aquí así ya nadie sabía,
comiendo piedra e higos requemados.
Los arrieros, en blanca tienda acuclillados,
refunfuñaban: porque aún no llegaban
los europeos tan adinerados
con sus eternamente enardecidas damas.
Y el refunfuño a veces contra Mahoma era,
y escuchaban el vuelo de moscas insolentes,
como si de repente el viento girado hubiera,
sintiendo en las rodillas la maldita fïebre.
Ya estaba el horizonte de blanco enardecido
hasta de las pirámides el golpe de arco,
y al ardor el desierto entero había cedido,
al saciar su tremenda avidez: fue sólo cuando
se soltó de repente uno de los embridados
animales del hierro de su estaca.
Prefería crepar en la arena, alejado,
que aquí, en esta guarida putrefacta.
Y debió cabalgar el que quiso atraparlo,
lejos, por esta vasta, infernal extensión.
Sentado alto en su amplio, nuboso y abombado
abrigo, viento y arena tragó.
No podía sus párpados ya más elevar
ni de la angustia liberar su cara;
creía, sin espacio, en el aire flotar
sobre el fulgor lunar de una rápida balsa.
Y detrás de él ninguno voló de sus hermanos;
tan sólo sangre en la boca sintiendo,
sobre el animal más hondamente inclinado,
cabalgó, hasta los huesos hiriéndose el trasero.
Espectrales crujían en el delgado tronco
las palmas y enredados los zarcillos,
y lo bastante eran apenas vigorosos,
para oscilar de aquí a allá en el viento tibio.
De vez en vez subía a la luz el animal
ojos ardientes: nubes cerca se deslizaban,
desde cima con nieve no perdida jamás,
que echaba fuego, de épocas de lluvia en fantasma.
Lentamente sentía cansancio en la sangre,
y cruzó de antílopes una caravana,
la cría de hïenas y búfalos salvajes
en maleza prolífica de bambú y de liana.
El esplendor se había abismado en lontananza,
se alzaban –escarpados muros– arbustos grandes,
y a veces, a tambor batiente, chispas volaban
de una tienda también, furiosas y exuberantes.
No debe esto el jinete ya haberlo percibido,
pues cuando el dromedario füe recapturado,
después de casi siete días, se había ido
mucho antes con estrellas su corazón flotando.
Fue algo que no podían los de color pensar:
a sus muchos dïoses invocaron,
que nada más hallaron junto al pobre animal,
que la osamenta de un hombre extraño.
Se los arrojó juntos a una hoguera,
y por ellos lloraron ruidosos tierra y viento,
hasta que de las llamas se alzó al fin lluvia negra
y con los eucaliptos gritó por el desierto.
Gracia a los europeos y esplendor parecía;
veían en el cielo la luna oliva claro
y en lejano horizonte, de jade, las colinas,
en una corrïente de desborde platêado.
Entonces por los pardos dromedarios clamaron,
por algún semental que cabalgara sïempre
delante… y vieron bestias con pelos escarados
y arrieros de pasos seniles y endebles.
Y acaso hasta el Nilo hayan llegado;
flotaba la ceniza del dromedario muerto
allí. Con un relincho siguieron estos rastros
hasta que no hubo más tierra, sólo agua y viento.